viernes, 18 de noviembre de 2011

Buon Viaggio


Subirse en el transporte público en Italia es una experiencia difícil de adjetivar.  He subido en trenes que han parado en estaciones fantasmas. He subido en taxis con conductores suicidas: que serpenteaban por la autovía a 140 Km/hora o que se giraban completamente de su asiento para hablarme sobre el mal gobierno de Berlusconi. Pero de entre todas las experiencias extrañas que podría relatar me quedo con las que vivo cada día en el autobús. Ese pequeño habitáculo móvil (un submundo en sí mismo) saca lo mejor y lo peor de mí y me permite llevar a cabo reflexiones interesantes... Hace un par de días, sin ir más lejos, vi una chica muy maquillada (¡tan temprano!) y concluí: “esa chica debe llevar despierta al menos dos horas. Yo jamás podría ser una mujer. Y si lo fuese, no sería presumida”. Una conclusión para nos anales de la historia, lo sé. Como la posterior: “Esa señora, que es de dimensiones normales, cómo puede tener un culo tan gordo. Y por qué lo usa para ganarse espacio apretando a la gente”. ¡Ay el autobús! ¡Ese gran amigo! ¡Tan criticado y tan necesario! (Que ayer me dejó tirado por la puñetera huelga…) 

Reflexiones trascendentales aparte, hablemos de su modus-operandis. El autobús en Roma fue diseñado para que en su interior ocurriesen cosas interesante. La primera de ellas deriva de un hecho sencillo: el autobús tiene 3 puertas: una delantera, otra central y otra trasera. En la teoría, la central es para salir. Y la delantera y trasera hacen las veces de entrada. Todo genial. El problema es que en la práctica, entras y sales por donde te sale del zíngano. Por cierto, lo de las tres puertas no es nuevo aquí. En España hay autobuses con tres puertas también. Pero todos sabemos que se entra por la delantera para pagarle al conductor. Aquí, al conductor se la pela que pagues o no. La mayoría de ellos están protegidos con el metacrilato anti-navajazos, llevan el mp3 puesto (verdad verdadera) y se pone unas gafas de sol o una gorra para pasar desapercibido. Ellos saben que su misión es llevarte y traerte. Les importa un comino lo que suceda ahí detrás. ¿Cómo se va a...? Sí... pase usted y calle... 

Y entonces… ¿A quién se le paga? Pues tanto si entras por delante como si entras por detrás, verás que hay pequeñas maquinitas amarillas en las que validas tu billete. El billete cuesta 1 Euro y se compra en el kiosko. Y una vez validado tienes 75 minutos para subirte en cualquier autobús que quieras. No hay límite de conexiones ni necesidad de volver a validar el billete cuando subas a otro autobús. Surge así la duda: cuando alguien sube al bus y no tica ¿está en un enlace o se está colando? La pregunta se responde con otra pregunta: Who knows? or even better, Who cares? Obviamente, yo creo que la segunda opción es la que domina. Aquí no paga ni Dios y yo creo que pasan de hacerlo. He subido en paradas que eran la primera de una línea y no ticaba nadie. Incluso hay gente que te mira sorprendida cuando lo haces. Y si queréis datos, un estudio de campo realizado por mí mismo durante un periodo de 15 días revela que  solo un 2% de los usuarios se preocupa de validar su billete (margen de error = 2%). 

Supongo que habrá controles pero a mí no me ha pillado aún ninguno (por suerte... shhh...) Además, lo veo improbable. Porque a veces el autobús está atestado de gente. ¿Cómo ponerse a controlar quién lleva el billete validado y quién no? Para hacerlo tendría que estar el autobús medianamente vacío... o bueno... siempre puedes ir ganándote apretando con culo gordo, claro.

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